Ovidio Roca
Para conocer los ríos del Beni, el año 1958 me uní a una exploración
hacia las nacientes de Isiboro, a la que partimos desde Trinidad. Navegamos el
Ibare hasta el Mamoré, entramos por la boca del Sécure y finalmente llegamos al
Isiboro, que en esa época era una región poco conocida, pues aún no habían
ingresado los cocaleros al chapare y sus alrededores.
Luego de algunas
semanas, navegábamos el curso alto del río Isiboro, cerca del arroyo querosén.
En la oración avistamos un caserío que según Pablo Noe, trinitario de Puerto
San Lorenzo, era de Chimanes. El motorista encostó al borde del barranco y ató
fuertemente la canoa, subimos hasta las chozas para compartir con la gente,
poner fuego, comer algo y pasar la noche. Al día siguiente encontramos la canoa
colgada en la empinada barranca y el motor de fuera de borda hundido. Las aguas
habían bajado por lo menos dos metros durante la noche, lo que no es normal
en los ríos de la llanura y aprendimos que es lo frecuente en el curso
alto. Aquí las lluvias en las cabeceras hacen subir el nivel del río y luego
las aguas escurren rápidamente y bajan de nivel en pocas horas.
El motor no
funcionaba y se habían perdido las herramientas, ante esto el motorista partió
navegando “a bubuya” hacia Puerto San Lorenzo donde había quedado la
embarcación de motor de centro en la que vinimos hasta allí y donde contaba con
los elementos para reparar el de popa.
Decidí quedarme
con los Chimanes y armé mi carpa y mosquitero cerca del caserío de chozas de
tacuara y techo de patujú, donde me quede por casi un mes, acompañado de Pablo
que hablaba castellano y más o menos se hacía entender por los Chimanes.
Participábamos
en la vida de la tribu, eran doce personas, había dos “seméndalas” muchachas a
las que ya le había crecido el cabello luego de ser rapadas a la primera regla
y estaban listas para elegir pareja. Los acompañaba y aprendía de ellos
que conocían el monte y ríos y sabían utilizar eficientemente los recursos a su
alcance pues aún no habían llegado los antropólogos y misioneros.
Las mujeres
hacían chapapas (parrilla de palos) elevadas sobre el rescoldo de la
fogata para recibir el humo y el calor suave. Sobre la parrilla ponían lo que
habían conseguido cazar ese día, especialmente pescados y monos. El proceso
duraba varios días y poco a poco los monos se abizcochaban y volvían negros. Me
daba una sensación extraña ver estas formas casi humanas colgando de las
tijeras del techo de las chozas. Igual sucedía con los pescados, y es la forma
en que conservan el alimento (pues carecen de sal para hacer charque) para
cuando no hay posibilidades de tener carne fresca.
El pescado, los
patos y pavas que cazan, los cocinaban en la fogata, junto a las yucas. Los
pescados son envueltos en patujú y luego son cubiertos totalmente con greda
(arcilla), así protegidos lo ponen en las brazas durante algunas horas y
resulta un manjar delicioso. Las aves las cubrían directamente con greda sin
sacarles las plumas pues estas salen cuando se abre la cubierta de arcilla,
quedando la presa limpia. El resultado es excelente, salvo la mala impresión de
comer los animales sin sacarles las tripas. Yo tenía un manjar especial, la
sal, que se peleaban para les regale un poquito.
Otra delicia son
los gusanos trochos; se sacan de las palmeras caídas, cuando apegando el oído
al tronco se escucha un ruido como si estuvieran rascando es la señal que están
grandes y listos para comerlos. Se los saca y se los ensarta en un jipurí y se
pone a las brasas, son deliciosos. También se comen crudos agarrándolos por la
cabeza, pero no me gustaron. Los gusanos de caluchas se comen crudos, estos son
sabrosos y de un sabor dulzón y a coco.
La pesca se hace
con arco y flecha. Tenían y fabricaban diversidad de flechas, una para cada
tipo de animal y aun para tirarles (desde la hamaca) a los muchachos para que
no molesten, estas tenían una punta redonda.
Para las flechas
usaban como asta o varilla la flor de chuchio y para la punta, madera de
chonta. Los dos extremos del asta (donde van las plumas y donde se inserta la
punta) es atado fuertemente con un cordel de fibras retorcidas y para
asegurarlo y que la atadura no se mueva lo impregnan con resina de mururé. El
tamaño y forma de las puntas y el grosor del asta de la flecha varían. Fabrican
flechas para pájaros, estas son delgadas y de punta fina. Para los monos tienen
las más aguzadas y con dos aletas como las púas de la raya. Para cazar taitetú,
son más fuertes y la punta la hacen de tacuara de manera que al herir el
animal este se desangre por la punta acanalada de la flecha. El problema es que
hay que seguir al animal hasta que éste ya no puede caminar. De todas maneras
tienen todo el tiempo para eso. Para los pescados la punta es en forma de
tridente y con aletas o ganchos bien aguzados.
La chicha
“patacada” de yuca es la bebida más apetecida. Se cocina la yuca, se la mastica
para ensalivarla y luego se la deja fermentar por varios días en unas tinajas
bien tapadas. Con la borrachera que esta produce uno se olvida de todo bicho
que camina, vuela y pica.
El vestido es de
corocho, la corteza de un árbol alto parecido al higuerón. Se busca un árbol
grueso y se saca la corteza en forma de una sábana. Se lo sumerge en el arroyo
durante unos días y luego se empieza a machacar cuidadosamente golpeando con un
mazo de madera. En poco tiempo queda flexible como si fuera una tela. Se dobla
la tela por la mitad y se hace un corte para pasar la cabeza, luego se sujeta
con un cinto de fibras tejidas concluyendo así el atuendo. Había algunas
mujeres con inclinaciones artísticas que le ponían color y algunos adornos pero
no era común.
Para espantar
los mosquitos y marigüis, se usa una especie de cola de caballo que se fabrica
con el pedúnculo del racimo de motacú. Se lo corta y se lo pasa por las brasas,
luego se saca las cáscara verdosa y se empieza a machacar con cuidado y en poco
tiempo teníamos con que azotarnos los pies y la espalda y así espantar a los
bichos.
Cerca del
caserío, en una loma al lado del rio, tenía su choza un Guarayo viejo. Me contó
Pablo Noe que este guarayo estuvo en la caravana de los mojeños de San Ignacio
y algunos de San Lorenzo, que fueron a buscar la Loma Santa. Este se quedó en
el Isiboro y practicaba la curación con yerbas, fricciones con aceites, chupar
los males, sobar y otras artes. En la choza tenía un mosquitero de lienzo,
grande y cuadrado, allí llevaba a las muchachas para hacer la sanación que
duraba bastante, a las viejas las curaba rápidamente y al aire libre, en la
estera colocada bajo un frondoso tajibo.
Cada cierto
tiempo llegaban en canoas algunos enfermos para ser curados, con tomas de
aceite de raya o de caimán o friccionados usando “untos” de manteca de tigre y
luego cubiertos con hojas de macororó.
Como el plan es
volver 500 años atrás, vale la pena estar preparados por lo menos con la
gastronomía.
RITUAL DE LA PUBERTAD. LAS SEMENDALAS.
Me comentaban algunos de los chimanes que se hicieron
amigos, entre señas y algunas palabras que nos traducía el trinitario Pablo Noe,
sobre las motivaciones de este ritual de las semendalas.
Cuando a las niñas les baja la primera menstruación,
la madre y tías se juntan en grupo familiar para prepararla y aconsejarla para
su próxima etapa de mujer y madre.
En una choza aislada se procede a cortarle el pelo y
para eso usan piedras afiladas, con las que poco a poco les cortan el cabello
hasta dejarla peladas.
Durante al menos tres días ella está aislada, solo
come masaco con charque y toman chicha patacada, mientras reciben los consejos
de su familia materna: como asearse durante la menstruación, sus tareas como
mujer, sobre las comidas y yerbas para las enfermedades, como escoger su
pareja, etc.
Cuando concluye su ciclo menstrual van todas juntas al
arroyo, la bañan, la friccionan con aceite de urucú y le ponen un vestido nuevo
de corocho adornado con algunas flores y la presentan a la tribu.
Pasado un tiempo y cuando le ha crecido el pelo, ya está
lista para tener pareja, pues es una semendala, una mujer lista para iniciar
una familia.
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